jueves, marzo 23, 2006

Sin Palabras

Nunca deseé algo más que simplemente estar sentado a su lado. La recuerdo con sus rizos castaños y ese diminuto short azul que me gustaba tanto que quizá hasta me escandalizaba. Tal vez por defecto de la edad o desvarío de la memoria, la rememoro exuberante, ubérrima. ¿Cómo se puede ser tan bella a los diez años?. Yo, no esta demás decirlo, también tenía apenas diez años, como ella. O mejor dicho, no como ella. A su lado, me sentía disminuido, insignificante. Con mis zapatillas SinFin para jugar fulbito y mi polito a rayas, de mongolito. Pero por alguna razón que no terminaba de comprender ella siempre me miraba y yo, por supuesto, también la miraba, pero nunca me daba el valor de acercarme y decirle Hola, me llamo Jorge, eres linda y todo el rollo obvio que nunca he podido decirle a nadie. Un día me pareció ver en su rostro un gesto leve, sutil, como de quien invita a acercarse, pero pensé de inmediato que eran tonterías mías y que si me acercaba y estaba equivocado me daría un infarto frente a ella. Así que me limitaba a saborear nuestras miraditas furtivas y de las otras, e imaginar presentaciones inverosímiles y practicar sonrisitas de ganador, de canchero.

Hasta que, una vez, en medio de la calistenia pre pichanguera y pre infarto, ella se me acercó y me dijo Hola, me llamo Sandra, tienes unos lindos ojos. Algún adulto perspicaz habría notado en aquella escena los primeros pasitos de una rucaza desalmada, pero yo, jovencito animoso deslumbrado por esa aura dorada que envolvía a la niñita de mis sueños, sentí maripositas en el estomago y escuché las trompetas de papalindo diciéndome que por fin, que ya era hora. En materia de amor (como de pésame), todo lo que no es un lugar común cae inevitablemente en el absurdo o en el ridículo. Le dije, entre tartamudeos, que gracias, que me llamaba Jorge. Y no supe qué mas decirle. Ella no dijo nada quizá porque no era necesario, se sentó a mi lado y todos los demás niños se quedaron mirándola con la boca abierta y gritándome que entre a la canchita, que juegue para éste y para el otro equipo. Que yo era su chochera, que me hacían capitán del equipo. Fue mi primer encuentro del tercer tipo con el poder de la belleza femenina, pero aún no la comprendía del todo.

La niñera, cuyo nombre he olvidado, conspicua representante de las mestizas hermosas, era, por decirlo de algún modo, nuestra cupido. O nuestra alcahueta, que es lo mismo. Bajo su mirada cómplice y su bondad vigilante, pudimos ver en secreto interminables videos de Mi Pequeño Pony desparramados sobre su sofá comiendo galletitas de vainilla con leche chocolatada. La risita sincera de Sandra decoraba nuestros silencios mientras yo observaba su piel blanquísima y sus pequitas como dibujadas. Me enseñó su casita de la Barbie y jugamos con las tacitas de te, corrimos por toda su casa y jugamos casinos en su cama. Un par de veces jugamos al papá y a la mamá y también al doctor y a la enfermera pero siempre todo muy conservador, muy correcto, muy respetuoso. Y muy cojudo. No es necesaria más acumulación de argumentos para convenir en que era un niño absolutamente tarado. Pero eso no impidió, por supuesto, que en ambientes menos delicados, en medio del sudor y del lenguaje procaz del fulbito, del trompo o de las canicas, me jactara de haber acariciado su cabello y besado sus labios. De que era mi hembrichi, de que ese culito, por el que todos se morían, era mío. Lo sé, además de tarado, rosquete.

En esos días lánguidos y difuminados por el tiempo, tan inundados de miradas, sonrisas, videos, cartas, llamadas, sueños, vigilias, leche y galletitas, no hubo la más mínima intención de una declaración o una formalidad semejante. Nunca necesitamos de las palabras para sentirnos unidos. Tal modo de afecto (aún me resisto a llamarlo amor), tan despojado de las urgencias del cuerpo como de las deficiencias de la mente adulta, me mostró que, quizá, quién sabe, a lo mejor, tal vez, el amor existe.

Hasta que un día, necio como el que más y único campeón invicto en arruinar las cosas, me atreví a decirle que me gustaba y, luego de un esfuerzo por no desmayarme, que la quería. Ella respondió que yo también le gustaba y que también me quería. Fueron no más de cuatro o cinco segundos en los que supongo ella esperó que me declarase con las consabidas y torpes palabras de siempre. Pero no lo hice. Bajé la mirada y pensé, aún no entiendo porqué, que jamás olvidaría esas zapatillitas rosadas que completaban sus piernas. Me di la vuelta sin decir nada y caminé despacio con el temor acechante de que diga algo y no saber qué responder si lo hacía. Pero no dijo nada y yo llegué a mi casa y me metí a mi cuarto a pensar en que realmente la quería y que realmente no olvidaría sus zapatillitas rosadas.

No volví a llamarla ni a visitarla, no volví a escuchar su voz ni a ver sus ojos claros y su piel blanca. Tuve miedo, quizá, de que terminemos siendo de esas parejas infantiles a las que el pudor empieza anulando la mirada y luego hasta el saludo. En el instante mismo en que pude tenerla, me invalidó el miedo de perderla, como me invalida ahora su recuerdo. Y la verdad es que no recuerdo cómo la recordé.
Imagino que alguien habló de uno de esos amores imposibles o quizá fue algún coqueteo breve o cautivador. Quizá haya bastado con un gesto o una palabra o a lo mejor tan sólo con un olor o un perfume. El asunto es que no sé cómo la recordé.

Con los años, en algún lugar, en algún momento, dejé de pensar en ella. Y no me perturba admitir que tampoco he pensado que en estos años muy probablemente se haya convertido en la mujer más hermosa de la galaxia y que, de puro cobarde, nunca fue mía. Ni que otras manos y otros labios masculinos toquen esos rizos castaños y esa piel blanca y bese esos labios tiernos que nunca fueron míos. Es que, como ya dije, nunca se trató de eso. Quizá nunca se trató de nada. Quizá nada se trata de nada.

2 comentarios:

J. dijo...

Wow?. Eso es un elogio o una crítica?

Polilla dijo...

Muy bien por escribir y publicarlo, muy bien para que podamos leerlo. Gracias y sigue asi
http://pizquitos.blogspot.com/