lunes, noviembre 21, 2005

El extraño

Jorge nos ha enviado un cuento que con todo gusto compartiremos con ustedes. Gracias Jorge =o)



Cerró la puerta tras de nosotros y la habitación quedó envuelta en aquella penumbra tan adecuada para la confidencia. Hacía mucho tiempo que no entraba a su habitación; el olvido había difuminado ese interminable y obligado refugio de los años escolares. Ahora todo me parecía distante y quizá extraño. Ahora las paredes estaban tarrajeadas y pintadas del mismo

melón claro de las cortinas, el piso inundado de parquet y la antigua bombilla de luz amarilla había sido reemplazada por un ahorrador de luz blanca. La modernidad lo desdibujaba todo: el equipo de sonido, el televisor, el dvd, la computadora. Pero ahí estaban también la vieja cómoda y los antiguos trofeos, la alfombra roja, la guitarra negra y el póster de Alianza Lima.

Los años, me dije, no pasaban en vano. ¿Qué quieres escuchar?, me preguntó y su voz me pareció lejana y hasta metálica. Cualquier cosa, contesté mientras me sentaba al borde de la cama. Escogió un disco y lo puso en el reproductor, la música refrescó el silencio y él descolgó la guitarra y se sentó con ella como si fuera a tocar, pero no lo hizo. Quizá él también lo sentía, quizá sabía que el tiempo termina complicando las cosas. Ha pasado
mucho tiempo, me dijo y yo asentí con la cabeza a pesar de saber que la penumbra le impediría notar el gesto. ¿Diez años?, preguntó. Once, corregí.

Ya no éramos amigos. Para terminar con una amistad, tan sólo basta que los amigos crezcan. Trataba de imaginar sus facciones en la oscuridad y me dije sin rencor que me parecía ahora un completo imbécil cuando, de pronto, el disco dejó de sonar y las cuerdas de la guitarra soltaron una melodía sencilla y apacible. Nunca supe el nombre de la canción y ya nunca lo
sabré.

Fue entonces cuando decidimos, sin palabras, recurrir al motivo más vulgar de las alianzas: los recuerdos. Evocamos borracheras interminables y cortejos excesivos, furtivas visitas al burdel y carcajadas agotadoras. Quizá hasta un par de lágrimas. Sonreímos un poco, pero nada más. Uno termina dándose cuenta, con los años, que los recuerdos tienen tanto valor como un alegoría o como un sueño. Me puse de pie y cierto fulgor sobre la cómoda me hizo recordar las medallas áureas que certificaban su talento como taekondista y sus viejas intenciones de convertirme en su pupilo deportivo. Vana esperanza.

Creo que debo irme, le dije sin moverme y sin formular una excusa. Percibí su silueta poniéndose de pie y escuché sus pasos sobre la alfombra. Pasos regulares, cortos, como de quien espera o de quien piensa. Cuando me puse de pie alguien tocó la puerta y yo busqué el sonido en la oscuridad. ¿Quién es?, preguntó sin levantar demasiado la voz. ¿Tienen hambre?, preguntó su madre desde el otro lado y él contestó que no, que no necesitábamos nada. Me
pregunté qué demonios causaba esa tensión y él me pidió que me sentara.
Lo hice. Y recosté la cabeza sobre mis brazos a modo de almohada. Sus pasos fueron silenciosos, calculados, sentí una mano deliberada y unos dedos hábiles sobre el cierre de mi pantalón, oí el sonido de mi correa y desapareció la suave presión de los botones. Sentí su garganta tibia en la entrepierna y la saliva delicada y la lengua experta de quien lo ha
hecho más de una vez. Dejé que el tiempo pase y, quizá, por un instante, lo disfruté. No pensé en el vaivén de su rostro o en sus palabras torpes. No pensaba en nada. Sin embargo, no lo dejé terminar; una luz, un instante, un movimiento o un recuerdo me obligaron a ponerme de pie con firmeza y también con cierta sorpresa. Subí mi cierre y abroché mi pantalón y mi correa antes de salir del cuarto y de la casa. No me despedí de nadie.

Ya en la calle, nos imaginé en la infancia y traté de descubrir en los recuerdos una mirada extraña o un roce no habitual. Pensé en las duchas escolares y en los retiros religiosos. Busqué sus manos infantiles en mi mente y traté de emparentarlas con sus adultas manos femeninas. Fue en vano, nunca hubo nada más allá de la complicidad o de la agresión propias de la infancia o de la inocencia. Pienso que ese amigo de antaño ya no existe o que nunca existió y que quizá mi mente febril y torpe lo imaginó o secretamente lo deseó. ¿Con quién acababa de encontrarme?.

5 comentarios:

|_Bonny_| dijo...

Se me hace tan familiar!!!!!

J. dijo...

Familiar?. Me gustaría saber a qué te refieres con eso. Sólo curiosidad.

|_Bonny_| dijo...

Que me trae recuerdos... Solo eso..

Anónimo dijo...

Excelente historia muy bonita

felicitaciones al escritor.

Anónimo dijo...

La historia esta bien relatada, se sient, un error ortografico pequeño, pero muy buena.