Nos juntábamos todas las tardecitas en la esquina, esa del kiosco con metegol. Cuando teníamos monedas jugábamos algún partido. Nuestra atención se centraba entonces en contar los goles sin llegar a convertirlos para evitar que la pelotita cayera en el agujero negro que daría por terminado el partido mucho antes de agotar nuestro entusiasmo. Y así pasaba el día, sin que nadie nos molestara ni nosotros molestáramos a nadie.
Hasta que el gordo se mudó a la casa de los Gutiérrez. Los Gutiérrez eran buena gente solo que, cuando murió el viejo, tuvieron que vender la casa y ese pequeño detalle que parecía no tener ninguna relación con nuestra vida, nos afectó tremendamente. Primero porque dejamos de ver a Luis y segundo, porque conocimos al Gordo.
Nunca supimos siquiera su apellido, la madre le decía Jorge, pero nosotros solamente el ?Gordo?, conjunción de aire, lengua y labios que se convertía en sonido luego de juntar todo el desprecio de que disponíamos.
Los partidos de metegol se volvieron entonces una excusa válida para seguir los movimientos de este sujeto que pretendía reemplazar a Luis. Usaba su casa con un descaro increíble, como si por el solo hecho de que sus padres la hubieran comprado le daba por ganado su lugar en el barrio.
Le hacíamos las mil y una, y él impasible. Cada vez que se acercaba gritábamos cosas como ?el Gordo se la come?, o ?el Gordo no tiene tela para jugar al metegol?. ?seguro que es de Chacarita, quién los conoce?. Todo esto era acompañado de miradas penetrantes, camorreras. Y el Gordo, impasible. Nada parecía alterarlo, lo que hacía que nuestras burlas nos retornaran acumuladas en odio.
Un día, aparentemente como cualquier otro, estábamos dale y dale a la pelotita, pero de eso se ocupaban solo nuestras manos. Nuestra cabeza estaba con el Gordo, parecía que lo habíamos llamado, porque de golpe estaba junto a nosotros. Nos preguntó algo que no recuerdo, creo que no lo escuché. Solo me escuché a mí mismo cuando le decía ?qué querés acá, vos??, mis palabras se sumaban a las de mis amigos, y ya nadie sabía quién hablaba. El Gordo nos miraba, se hacía el sorprendido, el gil.
Sus labios se fueron estirando y apareció algo que quiso ser una sonrisa, de qué se la daba!?
Eso sí que me sacó del todo, tenía el coraje de reírse de nosotros. La primera piña estoy seguro de haberla dado yo, y después no me acuerdo, sé que caían una tras otra sobre el Gordo.
Después de eso me acuerdo del Gordo tirado en el piso, fue cuando en lugar de dar piñas empezamos a dar patadas. Y así hasta que el cansancio nos venció, creo, o tal vez fue cuando vinieron los vecinos que nos habían escuchado. No tengo en claro cuándo paramos, cuándo escuché que alguien pedía una ambulancia? Todo es borroso, no estoy seguro de qué pasó primero, qué fue después. Solo sé que ahora, con el Gordo en el hospital, creo que fue él el que nos mató, con su indiferencia nos mató, y tan muertos nos dejó que acá estoy, en la comisaría, tratando de explicar lo inexplicable.
Haydée Guzmán
Profesora Superior de Lengua y Comunicación Social
Correctora - Escritora
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