domingo, julio 23, 2006

Teodoro

Lázara Covarrubias nos ha enviado un cuento. ¡Gracias Lázara!

La velocidad con que se vive, no deja espacio para los que ya no están; sus logros y fracasos parecen lejanos y los relatos de otras vidas se vuelve un hábito ocioso, el ?había una vez?? no es sino un lujo difícil de alcanzar.
Sin embargo, cuando se intenta recordar los vacíos son tan definidos que la imaginación no se detiene ante la angustia, y en el error sólo hay un consuelo posible ?? así fue, porque no pudo ser de otra manera??

El tío Teodoro vivía en el estacionamiento de una importante avenida de ese lugar, imagino que llegó ahí contratado para cuidar los autos, porque cuando lo conocí era tan viejo que ni él mismo recordaba porqué o para qué estaba ahí. Algunos contaban que un día apareció sin decir nada y que desde entonces ya era tan viejo que nadie tuvo valor para preguntarle de dónde venía, otros decían que había trabajado en la construcción de aquel moderno edificio, que estuvo bajo las órdenes del ingeniero (en esa época no había lugar para finos arquitectos) encargado de tan importante empresa y que fue precisamente el día en que se celebraba el término de la obra cuando el viejo Teodoro resbaló golpeándose la cabeza, todos habían bebido de más, nadie se percató del accidente y desaparecieron uno a uno olvidándose del de él, quien aturdido por el golpe se olvidó de su último oficio y permaneció como fiel guardián en el estacionamiento de aquel lugar.

Mi abuela María le contó a mi padre que Teodoro era su tío, y mi padre a su vez nos lo contó a mí y a mis hermanos, pero yo siempre tuve mis dudas pues mi abuela María siempre tenía historias muy raras que contar, además nunca aclaró como es que lo sabía. Sin embargo, a mi edad eso no importaba mucho y la emoción de las visitas al tío Teodoro era más fuerte que mis dudas sobre el oscuro parentesco.

El estacionamiento no era muy grande, pero estaba lleno de autos lujosos, o al menos así me lo parecían pues contrastaban enormemente con la pobreza del cuarto en el que vivía con su compañera, cuyo nombre no logro recordar pues cuando Teodoro hizo la presentación oficial con la familia sus mujeres habían sido tantas, que nadie sintió interés en grabar su nombre, y por aquello de las confusiones todos comenzaron a llamarla ?la mujer de Teodoro?.

No todas sus pertenencias se encontraban en ese cuarto, ahí sólo había una cama (casi tan vieja como ellos dos) a la que le faltaba una pata y era sostenida no por libros, sino por una pila de revistas baratas que nunca leyeron pues no sabían hacerlo; una mesita de madera de segunda tan pequeñita que sólo servía para poner el pocillo de peltre para el café de cada mañana; dos tablas sosteniendo una vieja parrilla que alguien por compasión les obsequió; y no menos importantes dos banquitos que hacían las veces de sillas de comedor, uno de frío metal cubierto por una sucia manta y otro de madera; tres platos despostillados, dos cucharas, un cuchillo y cuatro tarros para ofrecer un poco de café a los invitados que nunca llegaban; y, no podían faltar las cuatro paredes no muy altas pero sí muy feas y cansadas de escuchar las historias del tío Teodoro, pues como ya dije no todas sus pertenencias estaban en ese cuarto, el tenía además dos ollas de barro completamente llenas de monedas de oro. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡El tío Teodoro era rico!

Tenía no una, sino dos, dos ollas llenas de monedas de oro, ah pero eso sí oro del bueno, del que había antes, el que se podía conseguir durante la revolución.

Contaba una y otra vez que lo consiguió cuando era menos viejo y andaba en la bola, lo obtuvo en una hacienda del norte del país al mismo tiempo que conseguía a su primera esposa a la que por supuesto nadie conoció y de la que nunca se supo nada, pero que más daba, el tío Teodoro ¡era rico!.

De pronto todo tenía sentido, su vejez ya no era extraordinaria sino lógica, él estaba ahí por mí, había aguantado todos esos años porque me esperaba, porque quería contarme donde estaban las ollas que escondió cuidadosamente para no perder, sí, quería que yo las rescatara, ?el dinero? me decía en secreto cuando nadie nos miraba: ?está en un monte hacía el norte, entre dos pirules muy frondosos por cierto, no en el de la derecha sino en el de la izquierda, para llegar a ellas debes caminar tres pasos hacía donde se pone el sol, das vuelta al noroeste tres y medio pasos, saltas dos veces no muy alto y cavas de derecha a izquierda y ya está??.

Su historia me eclipsaba y había en su mirada una magia imposible de borrar y aunque no recuerdo cuando fue la última vez que estuve con él, sí recuerdo aquel hospital público en el que mi madre y yo esperamos por más de veinte minutos hasta que apareció la hermana de mi padre, para decir una serie de incoherencias, entre ellas, que la próstata de Teodoro no estaba bien y que muy probablemente era el final.

Por muchos años trate de no pensar en sus palabras, imaginando que tal vez ella no entendía, Teodoro no podía irse, de hecho nunca se fue. Yo lo guardé para mí, con la misma ilusión y el mismo celo con el que él guardó su tesoro, el que compartimos juntos y nos hizo menos pobres.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Vaya Teodoro el tío, me recordó un tío que no conocen.